Comentario
De lo demás que sucedió en la ciudad de los Reyes, y en el puerto del Callao de ella al capitán Pedro Fernández de Quirós, hasta que tuvo efecto su despacho y embarcación para el nuevo descubrimiento
Después de haber llegado a la ciudad de los Reyes, como se ha referido, se pasaron tres días sin que pudiese tener puerta ni audiencia del virrey, para darle noticia de mi pretensión y la cédula de Su Majestad. Habléle la primera vez en viernes once de marzo, y habiendo visto la cédula, me señaló audiendia para veinticinco del mismo mes, la cual se me dio; habiendo mandado juntar para ella dos oidores, dos religiosos de la compañía de Jesús, el general del Callao, D. Lope de Ulloa, el capitán de la guarda y un secretario.
Mandóme el virrey que leyese ciertos papeles del caso, y que les enterase de todo; y tendióse una carta general de navegar sobre un bufete, con que satisfice a lo que me quisieron preguntar. Aunque en el discurso vino a decir el virrey, que le parecía más a propósito hacer aquel viaje desde Manila, donde se podría armar toda la jornada con menos costa de la que se había de hacer en la compra de los dos navíos en Lima, yo dije ser contra la orden real, que mandaba expresamente saliese de Lima y no de las Filipinas, y contra toda buena navegación por los vientos opuestos; y añadí la falta de la gente de mar y guerra en Manila. Hubo en la junta a quien pareció bien este dicho: D. Juan de Villela, que era uno de los oidores, se mostró muy en favor de la empresa, y también el padre Francisco Coello, que había sido alcalde de la misma audiencia y asesor del virrey pasado, D. Luis de Velasco, y el uno y el otro se hallaron presentes cuando la primera vez le di cuenta de mi navegación y pensamientos; y así les dije ser testigos que dios había traído aquel tiempo, para prueba de las verdades que trataba. Mostró el virrey quedar satisfecho de ellas, y de la importancia y grandeza de este descubrimiento; pero por las dificultades que siempre se suelen ofrecer en materias semejantes, y que han de pasar tantas manos, no se pudo disponer su despacho, que era menester y yo deseaba; porque si pasaba del día de San Francisco, se perdía la mejor sazón de dar velas y seguir la derrota al Sudueste. Así que fue forzoso continuar los memoriales al virrey y pedirle se sirviese de abreviar, y proponer en ellos todas las cosas que yo juzgaba ser necesarias para armar, bastecer y pertrechar los navíos, así de gente como de municiones, bastimentos y aparejos necesarios para tan larga jornada; la cual, en todas partes, halló siempre más contrarios que valedores, y D. Fernando de Castro, marido de mi antigua gobernadora, doña Isabel Barreto, que había con ella y toda su casa venido a vivir al Perú, me dijo había de contradecir mi viaje por tocarle la población de las islas de Salomón, como a sucesor del adelantado Álvaro de Mendaña, descubridor de ellas. Pero dejóse el buen caballero convencer de mis razones piadosas, y dijo, que a su entender condenaría su alma quien pretendiese estorbarme.
El doctor Arias Ugarte, oidor de aquella real audiencia, sabiendo cuán pobre y desacomodado estaba, me dijo que acetase su casa y mesa y lo que valía su persona, como ofrenda hecha de un hermano, o de un amigo a otro. Viendo diferente mi voluntad de la suya, quiso casi por fuerza recibiese una gran fuente llena de reales de a ocho. Rendíle las gracias, y dije que no parecía honesto, sirviendo en cosas grandes a Su Majestad de balde, sustentarme de limosnas. En efecto, después de muchos memoriales y mayor porfía, acabé con el virrey nombrase comisarios a quien se cometiesen y repartiesen las cosas menesterosas de mi despacho; y lo más de él, en lo tocante al mar, vino a pender del almirante Juan Colmenero de Andrada, que no se mostró bien afecto a mi pretensión. Así tuve necesidad de volver con algunas quejas e importunaciones al virrey, el cual en todo me honraba y favorecía, y un día me dijo que, en virtud de la cédula real que le mostré, quería nombrar persona que fuese en mi compañía, para que, en muriendo yo, quedase en mi lugar y oficio. A que respondí que no me convenía llevar conmigo quien supiese que había de suceder y heredar, por ser cosa ésta que tiene muy conocido peligro; que en la cédula confesaba Su Majestad que yo mismo la pedí, a fin de que, si muriese antes de llegar a Lima o salir de su puerto, quedase el negocio vivo, y que al presente yo estaba tan sano y bueno, y presta la voluntad; y así le suplicaba suspendiese este negocio hasta ver lo que ordenaba Dios, o lo dejase a mi cargo para que cuando me viese necesitado pudiese echar mano de persona tal, que el mismo hubiese mostrado que merecía la administración de un negocio tan grave.
En este estado se quedó, y mi despacho se iba prosiguiendo, aunque a paso lento; y acercándose el tiempo de la partida, se trató de hacer la paga ya servida y adelantada, y las personas a quien tocaba el hacerla, pretendieron que había de ser dentro de los navíos, o con abonadas fianzas; y yo les procuré satisfacer, quedando por todos, y diciendo que pues Su Majestad fiaba de mí y de ellos un negocio tan importante, no era justo se procediese en todo con tanta limitación.
Hecho esto, traté de que la gente ganase el jubileo, que se me había condecido para ellas por su santidad, y se hiciese una particualar fiesta para ella en el convento del Señor San Francisco del Puerto del Callao, de donde eran los seis religiosos que habían de ir en nuestras naves, y que se bendijese el estandarte y banderas y saliésemos de allí con toda la gente en orden, con los vestidos que para este fin casi todos habíamos hecho de sayal o a lo galano; pero la envidia, que es tan poderosa, desbarató lo más de este intento tan loable, y no faltó quien contradijo la bendición y leva del estandarte, como si aquella armada y empresa no fuera de Su Majestad. Por lo cual la gente toda se confesó, y comulgó donde pudo, y se embarcó el estandarte y banderas arrolladas en sus astas, y yo con otras personas de la armada fui a buscar a los seis religiosos que, acompañados de otros muchos de su orden y del guardián y del comisario, salieron de su convento, siendo mirados y abrazados amorosamente de muchos; que siempre en semejantes despedimentos suele haber tiernas lágrimas. Con esto nos embarcamos todos juntos con el almirante general y oficiales reales; y hecha la visita, no faltó un solo hombre de los que recibieron paga, y sin ella fueron otros veinte y dos. Un día antes había yo ido a Lima a despedirme del virrey, llevando conmigo los dos capitanes de los otros dos navíos: le dije que perdonase la priesa pasada, pues había sido necesaria para dar fin a mi despacho. El virrey respondió a esto, que antes estaba muy grato, y me abrazó; y lo mismo hizo a los otros dos capitanes, diciendo que por sus graves indisposiciones no podía ir al puerto a vernos salir, como deseaba; pero que escribiría una carta a toda la gente de la jornada, la cual se les leyese en público al tiempo que se quisieren hacer a la vela, como se hizo, y su tenor era el siguiente:
Carta del virrey conde de Monterrey
"La indisposición presente no me da lugar para honrar y favorecer con mi presencia vuestra salida del puerto, y el principio de vuestra navegación. Ya que de palabra no pueco cómodamente deciros lo que conviene, me ha parecido hacerlo por carta".
"Estoy bien cierto de que generalmente habréis entendido los altos fines del servicio de dios Nuestro Señor, a que la Majestad Real se ha movido a emprender este descubrimiento, con gran costa de su hacienda, y cuán grande interés puede resultar de esto a la iglesia de Dios con la salvación de muchas almas, y a la corona de Castilla en el aumento de Estado; y así fío que llevaréis lo uno y lo otro muy presente para proceder como se debe, habiendo sido lo principal que también os movió a determinaros.
"Lo que tengo que encargaros es la paz y obediencia de los súbditos a sus oficiales, y de todos al capitán Pedro Fernández de Quirós, a quien Su Majestad manda hacer esta jornada; y yo la encargo, con viva memoria de que se os debe representar en su persona que yo mismo voy embarcado, y os doy las órdenes que él diere; certificando que en la sujeción y obediencia que le prestáredes en todo acontecimiento, se ha de echar de ver señaladamente la lealtad y afición de buenos vasallos de Su Majestad, y que quien desdijere de ello, será mirado y juzgado severa y rigurosamente por los consejos de Su Majestad o ministros del reino a donde aportáredes, y señaladamente por mí en lo que me pudiera tocar. Dios os guíe, y vaya en vuestra guarda. Veinte de diciembre de mil y seiscientos y cinco años."
Leída esta carta, y estando los navíos prestos, hice luego descoger banderas de topes y cuadras y enarbolar el estandarle real, y a todo reclamar izar las vergas, zarpar áncoras, y en el nombre de la Santísima Trinidad largar trinquetes, cebaderas y velanchos, diciendo la gente de rodillas: --"Buen viaje, Señora nuestra de Loreto, que esta armada se dedica a vuestro nombre y va fiada en vuestro favor y amparo." Disparóse la artillería toda, los mosquetes y arcabuces. Pasóse por junto a las otras naos del Rey que estaban tirando sus piezas, y mucha gente asomada por sus bordos y corredores, y mucha más en el pueblo, en balcones, terrados y playas, mirando con atención cómo salíamos de aquel puerto: que fue día de San Tomé apóstol, miércoles, a las tres de la tarde, en veinte y uno de diciembre de mil y seiscientos y cinco años; estando el sol en el grado postrero de Sagitario. Y desta manera salieron y partieron las dichas tres naves, que la capitana ses llamaba San Pedro, la cual se compró de Sebastián de Goite y Figueroa, y era muy acomodada para semejante descubrimiento. La otra iba por almiranta, que era algo menor, y también se compró por cuenta de Su Majestad en el Puerto del Callao. La tercera era una lancha o zabra, de menor porte, que había venido poco antes de la isla de los Galápagos, de recoger la gente que allí se había perdido, y era muy fuerte y buena velera: y en todas se embarcaron cerca de trescientas personas de gente de mar y guerra, con algunos versos y piezas pequeñas de artillería, arcabuces y mosquetes, y bastimentos de todos géneros para un año, y cosas de hierro y frutos y animales de los del Perú para lo que se hubiese de poblar, y los dichos seis frailes religiosos de San Francisco, y cuatro hermanos de Juan de Dios para curar los enfermos. Por piloto mayor iba uno contra mi voluntad me hicieron recibir, que había traído de la Nueva España al conde Monterey, que me fue de harto daño, y por segundo piloto iba el capitán Pedro Bernal Cermeño, al cual entregué el cargo y gobierno de la dicha zabra.